martes, 15 de noviembre de 2011

EVANGELIZACION DE LA ANTIGUA AMERICA



Luego del descubrimiento de América por Cristóbal Colón en 1492, en acuerdo con los reyes de España y Portugal, pequeños equipos de franciscanos, de jesuitas y dominicos acompañan a las primeras expediciones y comparten las condiciones de vida de los países a que llegan. Buscan, en primer lugar, sacar a las poblaciones autóctonas de las creencias animistas, fetichistas y heliocentristas muy antiguas, vivas, complejas y variadas; llevan a cabo con sentido práctico una catequesis elemental e introducen con éxito el sentido de las bienaventuranzas, en medio de unas concepciones religiosas cargadas de trascendencia divina, que, no obstante, están mezcladas con un pesimismo y un fatalismo existencial acentuados; la sacramentalización llega en cuanto se nota en el alma de los catecúmenos un mínimo de adhesión personal para que los Sacramentos de la iniciación cristiana -el bautismo, la confirmación y la Eucaristía- puedan constituir el punto de arranque indispensable para la vida sobrenatural y el crecimiento de la fe inicial.



El Concilio Mexicano I (1555) consideró que la dispersión en que vivían los indígenas constituía un obstáculo para la evangelización y determinó que fueran "congregados y reducidos en pueblos en lugares cómodos y convenientes". De esta manera, se llamó reducción a la reunión de comunidades indígenas en un pueblo, para ser evangelizadas. Se trató de instituciones religiosas y socio–culturales, creadas y administradas casi en su totalidad por jesuitas o franciscanos; las del Paraguay fueron las primeras de América del Sur.


Hubo un tiempo en el que todo era bueno. Un tiempo feliz en el que nuestros dioses velaban por nosotros. No había enfermedad entonces, no había pecado entonces, no había dolores de huesos, no había fiebres, no había viruela, no había ardor de pecho, no había enflaquecimiento. Sanos vivíamos. Nuestros cuerpos estaban entonces rectamente erguidos. Pero ese tiempo acabó, desde que ellos llegaron con su odio pestilente y su nuevo dios y sus horrorosos perros cazadores, sus sanguinarios perros de guerra de ojos extrañamente amarillos, sus perros asesinos.
Bajaron de sus barcos de hierro: sus cuerpos envueltos por todas partes y sus caras blancas y el cabello amarillo y la ambición y el engaño y la traición y nuestro dolor de siglos reflejado en sus ojos inquietos, nada quedó en pié. Todo lo arrasaron, lo quemaron, lo aplastaron, lo torturaron, lo mataron. Cincuenta y seis millones de los nuestros. Cincuenta y seis millones de hermanos indios esperan desde su oscura muerte, desde su espantoso genocidio, que la pequeña luz que aún arde como ejemplo de lo que fueron algunas de las más grandes culturas del mundo se propague y arda en una llama enorme y alumbre por fin nuestra verdadera identidad, y de ser así que se sepa la verdad. La terrible verdad de como mataron y esclavizaron a un continente entero para saquear la plata y el oro y la tierra. De como nos quitaron hasta las lenguas, el idioma y cambiaron nuestros dioses atemorizándonos con horribles castigos como si pudiera haber castigo mayor que el de haberlos confundido con nuestros propios dioses y dejado que entraran en nuestra casa y templos y valles y montañas.
Pero no nos han vencido, hoy, al igual que ayer todavía peleamos por nuestra libertad.

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